Better Call Saul acaba de iniciar la transmisión de su tercera temporada. Esta serie original de Netflix, conocida en un principio por ser la precuela y spin off de Breaking Bad, se enfoca en mostrarnos la vida de Jimmy McGill, un abogado dispuesto a todo con tal de salir bien librado. Interpretado por Bob Odenkirk, este personaje se encamina ya a convertirse en el carismático defensor legal, estratega financiero y cómplice del famoso Heisenberg.

A pesar de haber surgido del mismo laboratorio en el que Vince Gilligan transformara al modesto profesor de química en un peligroso narcotraficante, esta historia es mucho más que un curioso producto secundario. Después de dos temporadas, Better Call Saul ha demostrado que es posible desarrollar, con éxito y sin repetirse, a un personaje de apoyo, hasta tornarlo en un robusto protagonista. Gilligan, con la pericia e intuición propias de los grandes narradores, ha logrado sortear los peligros de la fórmula y ha hecho de un personaje agradable, pero plano, uno profundo, lleno de matices, ángulos y claroscuros.

Si Breaking Bad es el clásico ejemplo de una historia cuyo protagonista tiene arco, Better Call Saul es lo contrario. El arco dramático de un personaje puede definirse como un cambio contrastante en la esencia de este. En el caso de Breaking Bad, la naturaleza del tímido Walter, motivado inicialmente a cometer actos ilícitos para beneficio de su familia, muta, hasta redefinirlo como un criminal que reconoce disfrutar lo que hace y lo considera su nueva misión de vida. En este sentido, se puede afirmar que la identidad de Walter se rompe. Y de ella surge este nuevo ser transgresor, llamado Heisenberg, cuyo destino es acabar con todo lo que Walter valora, especialmente, sus seres queridos. En Better Call Saul, por el contrario, renombrar al personaje no marca un cambio de esencia, sino que es la manifestación de un ente camaleónico que, cual cucaracha (ha dicho su creador), es capaz de adaptarse a las condiciones más adversas.

Desde el primer capítulo de la temporada inaugural, Gilligan deja claro que esta historia no se trata de ver cómo Jimmy McGill asume la personalidad de Saul Goodman, sino de exponer las motivaciones y laberintos de un temple fijado desde un principio, uno que no tiene conflictos con alternar sus alias y recurrir a máscaras. En las escenas iniciales, nos encontramos con tiempos posteriores al final de Breaking Bad. Saul Goodman ahora vive como Gene, el gerente de un Cinnabon en Omaha. Más allá de eso, Jimmy también hace referencia a su apodo de juventud —Slippin’ Jimmy— y se muestra la anécdota, narrada en Breaking Bad, en la cual convence a una mujer de acostarse con él, porque ella cree que es, en realidad, Kevin Costner. De este modo, queda claramente establecido que McGill tiene, desde joven y según le convenga, la costumbre de cambiar de mote como mera estrategia para conseguir sus fines. Incluso el uso de su nombre real lo cuestiona su hermano quien, tras acusarlo de aprovechar su apellido para robarle clientes, le pregunta: «¿No preferirías construir tu propia identidad?”

Este abogado de intenciones nobles y pocos escrúpulos, el cual suele ensayar frente a un espejo antes de cada de litigio, enuncia su mantra: “¡Es tiempo del espectáculo!” Y es que tiene conciencia de que su función es persuadir a un jurado y a un juez —o a un hermano intransigente o a un criminal que quiere ejecutarlo— de su propia versión de los hechos, algo que lo emparienta no sólo con el actor, sino también con el defraudador. Es justo esta naturaleza mercurial, moralmente ambigua, de improvisador nato, la que lo mete en tantos problemas. Y es también ella la que salva, una y otra vez, a este personaje audaz, imprevisible y sumamente disfrutable.

 

 

 

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