Las dos primera películas del joven director Damien Chazelle fueron aclamadas en unanimidad. Su ópera prima, Guy and Madeline on a Park Bench, es una producción independiente, casi estudiantil, que recuerda mucho los inicios de otro realizador prodigio, Daren Aronofski y su ópera prima, Pi. En esta película Damien Chazelle trata al jazz no como un recurso narrativo, sino como el mundo en donde habitan sus personajes, al punto de llegar a un par de fantásticos números musicales, el primero un concierto casero cuasi-documental que nos brinda una mirada a un mundo al que solo los músicos, y los que tengan amigos músicos, tienen acceso; el otro, un cuasi-epílogo a la historia, un tanto surrealista en el contexto de la película, que fácilmente puede ser el precursor de los musicales en la mente del joven realizador. Guy and Madeline on a Park Bench le dio suficiente crédito a Chazelle para jalar a J. K. Simmons, experimentado actor, y a Miles Teller, joven y cotizado actor, para hacer la segunda entrega de lo que sería su trilogía del jazz. Esta es la más realista que ha hecho el director, una película sencilla y lineal, pero con una historia poderosa, y mucho jazz. Whiplash pudo haber sido esa película independiente que se lleva la grande en contra de todas las apuestas, aunque al final solo se llevó tres estatuillas: mezcla de sonido, edición y actor de reparto, premio que consagró a Simmons. Pero la tendencia ahí estaba, Damien Chazelle era el nuevo director prodigio de Hollywood y valía la pena invertir en él.

El Festival de Cine de Venecia del 2016 tuvo como abridora la tercera película del joven director, titulada La La Land. Antes de su estreno la crítica ya sabía que esta película era otro tipo de producción; en esta protagonizaban dos de las estrellas más cotizadas del momento, Ryan Gosling y Emma Stone, y no solo eso, el valor de producción venía para acompañar: era un grandilocuente musical donde veríamos a la pareja cantar y bailar. Al estrenarse las noticias no se hicieron esperar, la crítica especializada salió de las salas del festival italiano a desvivirse en elogios para la tercera película del joven Damien Chazelle. The Guardian: “Es una obra maestra de musical”; Variety: “El musical más audaz en la pantalla grande en mucho tiempo”; Deadline: “Un sueño romántico y hermoso.” Hubo voces de la razón, que advertían que la película a pesar de su despampanante cinematografía, no conectaba a un nivel más profundo. Pero la película, festival tras festival, fue confirmando su estatus de darling del año. Su estreno comercial se anunció para el mes de diciembre.

 

Y aquí es dónde la realidad se tuerce.

 

Es común toparse con películas donde la crítica destroza y el público adora. O bien, películas que conectan de manera brillante, pero a un nivel tan profundo que al público en general no le interesa. También es común que crítica y público converjan en alguna película como Gladiador o Braveheart, ganadoras en los Óscar y y en las salas de cine. La La Land era ese churro cursi y popero que estaba encantando a la crítica, lo lógico era que encantara al público también. Pero esto no sucedió, sino todo lo contrario. Poco a poco La La Land se fue estrenando y las voces de reproche no tardaron en escucharse: es muy larga, es aburrida, no entiendo la fascinación. Ese tremendo globo de aire caliente que se infló en 2016, poco a poco empezó a desinflarse en el peor momento posible, a dos meses de la entrega del cotizado Óscar. Aun así la película era la gran ganadora en la temporada de premios; en total 172 antes de la entrega del Óscar. A pesar de que venía perdiendo impulso, la película se perfilaba para barrer los Óscar según la correlación de películas ganadoras pasadas con el mismo nivel de premios y nominaciones. Quizá Emma Stone peligraba, era obvio que ni ella ni su papel superaban lo hecho por una de las mejores actrices de la historia, Isabelle Huppert. Pero no había razón para soñar, la Academia es caprichosa en a quién le gusta premiar y el Óscar para Emma Stone estaba tallado en piedra.

Por otro lado estaba Moonlight, una película hermosa y la mejor del 2016 en el consenso de la crítica. La cinta costó millón y medio de dólares, lo que en términos de la industria en Estados Unidos es prácticamente cero. Moonlight, hasta el día antes de la noche del Óscar, había recaudado 22 millones de dólares en la taquilla. Un éxito financiero pero sería la segunda película ganadora del Óscar que menos ha recaudado en taquilla; y la más barata también, cabe decir. Las esperanzas para la valiente película eran el premio a mejor actor de reparto para Mahershala Ali, el cual estaba más seguro que el de Emma Stone, y el de mejor guion adaptado, el cual sería el premio de consolación para su prodigioso director, Barry Jenkins. La cinta es aquél ejemplo perfecto de película que la crítica adora, pero que conecta a un nivel tan profundo que al público en general no le interesa.

Llegó la noche de la 89 entrega del Óscar, y conforme transcurría había la sensación de que La La Land no iba a barrer con los premios; en parte por la alta calidad de sus competidoras, quienes eran merecedoras bona fide, y por otro lado en las redes sociales se sentía un contrapeso hacia el éxito de la película. El público una vez más manifestaba su malestar por un reconocimiento exagerado a la película. Pero, al terminar la noche, la película contaba con seis Óscar, incluyendo el de su actriz protagónica y el de su director, quien en su tercer intento llegó a la cima de Hollywood. Como se esperaba se anunció a La La Land como la ganadora del Óscar a mejor película; y luego sucedió lo improbable. Aquella industria que hace posible lo imposible, de aquella sociedad experta en planeación, se equivocó en vivo en el estrado más grande posible. Todos conocemos la historia.

El shock es exponencial, pero si la noche hubiera transcurrido de forma normal, la improbable victoria de Moonlight hubiera sido una noticia igual de poderosa, y la razón es que la Academia habría hecho lo correcto, no lo que se esperaba de ella. Esta actitud de contrición tiene sus límites, ya que Isabelle Huppert se fue a casa con las manos vacías. Pero aquellos con atención al detalle pudieron verlo venir. A pesar de que diversas asociaciones habían confirmado a La La Land como la gran ganadora del año, la Academia tenía la responsabilidad de reivindicarse, tanto con una comunidad marginada en el seno de Hollywood, como con su credibilidad como una instancia que premia el arte y no la industria. La emboscada a La La Land estaba preparada, al haber perdido el apoyo del público era el blanco perfecto para ser sacrificada, pues nadie le iba a llorar. Démosle gracias a Warren Beaty que el ritual haya sido lo más sangriento posible, de tripas hacia afuera y enfrente de mujeres y niños. A final de cuentas, más allá del penoso espectáculo no hay daño permanente, Moonlight es la mejor película del 2016. Siempre lo fue. En el estrado, mientras se anunciaba el ignominioso revés, a quién se le podía observar como el más afectado era al joven y prodigioso Damien Chazelle.

 

 

 

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