Una buena distopia, como subgénero de la ciencia ficción, es una que utiliza su historia para clavar una daga en lo más doloroso de nuestra sociedad. En la literatura existen muchas que nos han marcado, ya sea porque han reflejado los capítulos más tristes de nuestra historia o bien porque desafortunadamente pareciera que han servido de manual para algunos villanos. La más reciente en ser adaptada a la televisión es The Handmaid’s Tale, de Margaret Atwood. La serie protagonizada por una excelsa Elisabeth Moss está por terminar su segunda temporada en Estado Unidos. Aquí en México, esta producción exclusiva de la plataforma Hulu es transmitida en televisión de paga por Paramount Channel (canal que nunca en mi vida he visto.)

The Handmaid’s Tale es una producción de altísima calidad, con un elenco redondo de alto promedio donde todos logran pegarle a las notas de sus papeles en situación complicadas y bastante dramáticas. Pero el efecto de esta serie es otro. La producción surgió en 2016, cuando el ambiente político en Estados Unidos se estaba recrudeciendo y polarizando más que nunca en su historia desde la lucha por los derechos civiles. La serie causó revuelo por su premisa: un mundo en donde un sector conservador radical tiene éxito en su revolución armada y logra desmantelar el orden constitucional en la Unión Americana, imponiendo un mandato tenebrosamente similar a la ley sharia del Taliban, pero esta vez basado en la Biblia.

La similitud con la que los creadores de la serie supieron adoptar muchas de la costumbres de los conservadores en Estado Unidos para su historia, le puede congelar los huesos a los familiarizados con la propaganda política de ese espectro ideológico. Particularmente la mala costumbre de tergiversar lo dicho en la Biblia para justificar política pública. El lado más ficticio de la serie nos lleva a un ritual de abuso sexual que a mucho nos hizo preguntarnos si en realidad teníamos que ver esta serie.

En su segunda temporada, la cual está por terminar en el mes de julio, las cosas siguieron su curso, con un alto grado de crueldad y al parecer (al menos hasta el décimo capítulo, momento en el cual se escribe este mamotreto) sin algún alivio para los espectadores. Pero hay algo distinto en esta segunda instancia: que desde el momento en que empezó la serie hasta el día de hoy, llevamos casi dos años de gobierno del saco de desperdicio humano llamado Donald Trump. Es una necedad listar aquí todas las formas en las que dicho individuo nos ha desgastado la vida en estos dos años, pero, su última maldad, la de separar a niños immigrantes de sus padres, probablemente dejando huérfanos a muchos de ellos por pura voluntad gubernamental, es el acompañamiento más escabroso para ver The Handmaid’s Tale. La mal llamada política de cero tolerancia que aplica el gobierno de Estados Unidos se siente como apenas el inicio de aquella ficticia nación, Gilead, en donde el ala radical del sector conservador de Estado Unidos ha impuesto su voluntad sin reparo. Súmenle a esto que el mismo innombrable gobierno tomó la decisión de retirarse del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y disfrutar de The Handmaid’s Tale se vuelve imposible, es más bien una actividad de retroalimentación negativa, en donde vemos la serie y nos malviajamos, vemos las noticias y nos espantamos y regresamos a la serie para malviajarnos aún más.

Honor a la serie por volar tan cerca de la realidad, aún en su ficción tan improbable. Yo por mi parte, estoy pensando seriamente en apartarme de esa experiencia. A final de cuentas, sin importar la calidad de producción, yo sigo buscando entretenimiento. Ese error lo cometí durante seis temporadas de The Walking Dead y uno aprende, por las buenas o por las malas.

 

 

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