Alguna vez le pregunté a alguien por el motivo que lo había llevado a vivir a Nueva York, a lo que me respondieron con cara seria que Sex and the City. Una amiga que estaba a lado de mi le contestó cándidamente que era lo más gay (en el buen sentido de la palabra) que había escuchado en su vida. Cada vez que me acuerdo de esta anécdota no puedo evitar pensar en el silencio incómodo que imperó entre nosotros durante algunos segundos. Con el tiempo me di cuenta que malentendimos al compañero, y que en su afán de simplificar lo que para él era una letrada respuesta terminamos ignorando los matices que pueden haber en todo este asunto.
Para la década de los ochentas Nueva York no tenía nada que ver con Sex and the City, se parecía más a The Wire, o bien a la ciudad en la que matan una y otra vez a los papás de Bruce Wayne. La ola de crimen que azotó a esa ciudad tuvo su apogeo a finales de la década y a principios de los noventas. En 1993 Rudolph Giuliani (el maniático surrogate de Drumpf en la campaña presidencial del 2016) fue elegido como alcalde de la ciudad. La propuesta de campaña de Giuliani había sido reformar el departamento de policía. Y justamente eso hizo. El crimen en Nueva York empezó a descender y con ello empezaría una nueva era de prosperidad para la ciudad. Tras ocho años en el poder, Giuliani le cedió la batuta a Michael Bloomberg, quien gobernó por doce años y concluyó la transformación de la ciudad en lo que podemos ver el día de hoy.
Sex and the City tuvo su debut en 1998, y lo hizo con sendos estereotipos de protagónicos, los cuales pueden ser catalogados como la definición original de básica, quizá con la excepción de Samantha, quien a pesar de ser caricaturizada, su visión sofisticada y sincera del sexo aporta a una sociedad más diversa. Amplios sectores de la población de Manhattan podían (¿pueden?) identificarse con uno o varios aspectos de alguna de las cuatro protagonistas. ¿Y qué decir de Mr. Big? Midtown personificado. Durante la dolorosa convalecencia impuesta por el ataque terrorista del 9/11, no había mejor publicidad para la ciudad que Carrie Bradshaw y su banda, con un alcance promedio de 6 millones de televidentes por capítulo. La serie era el escaparate perfecto para hacerle saber al demográfico de 18-35 años que Nueva York was open for business, que ya no era Gotham City, ahora era Sex and the City. Y es imposible negarlo, detrás del melodrama y los brunches y los Martinis se alcanzaba a ver en pantalla retazos de las calles de esa fabulosa ciudad.
Durante el mandato de Michael Bloomberg la ciudad sufrió de una gentrificación a gran escala. El Manhattan post-Bloomberg es uno azotado por los Starbucks y pequeños Mr. Bigs, donde Carrie jamás hubiera podido pagar renta. Es un Manhattan que ha perdido la grasa y rudeza que en otros años propulsó el jazz y creó el punk. Sex and the City cumplió su ciclo. Pero el éxito en el segmento que cubría tenía que ser ocupado, HBO no podía desatender esa base tan lucrativa. Y aquí es donde entra Lena Dunham.
La escritor/actriz/productora se graduó de la prestigiosa preparatoria Saint Ann’s, una escuela enfocada en las artes ubicada en Brooklyn. Desde temprana edad Dunham fue prolífica y desde entonces una provocadora nata. En 2010, a sus 24 años, estrenó su primer largometraje semi-autobiográfico, Tiny Furniture. El éxito obtenido por su película le valió la atención del titán Judd Apatow, y así surgió Girls, el sustituto de Sex and the City en HBO. Dunham en sus propias palabras a dicho que Girls proviene de una inspiración directa de Sex and the City, y ¿cómo negarlo?, el arquetipo de los cuatro personajes podrían ser un reflejo uno del otro.
La gran diferencia es que Hannah Horvart es única. Inevitablemente vamos a encontrar en ella aspectos repetitivos de la fábrica social de Nueva York. Pero son personajes como Hannah–raros, originales, reales–los que alimentan esa fábrica, no los que la gentrifican. Girls hoy en día no es más un reflejo de Nueva York que el de la esfera personal en la que habitan sus personajes, única y hecha a la medida, que en todo caso es utilizada para rebotar la sátira de los estereotipos de Brooklyn, que si los hay–por montones.
En el tercer capítulo de esta sexta y última temporada, Girls no pudo demostrar de manera más enérgica lo distante que se ve ya de Sex and the City. El capítulo es un stand alone, o bien uno desconectado del arco narrativo central de la serie, en el que Hannah es confrontada por un exitoso autor, interpretado por un gran Matthew Rhys, porque escribió sobre las acusaciones de acoso sexual que este había recibido de jovencitas. El capítulo es puro diálogo, muy al estilo de la trilogía Before de Linklater, encerrado en un departamento de 70 metros cuadrados, muy al estilo de Conversations With Other Women (Canosa, 2006). Durante la media hora vemos al escritor tratar de convencer a Hannah que es inocente, y que aunque no lo fuera ella debería enfocar sus energías en algo más productivo que la vida ajena. Una batalla mental precisa, hecha con oficio. El desenlace del episodio es una joya narrativa, incluida una fabulosa escena con un pene a media erección.
Difícilmente Girls va a motivar a hordas de jóvenes a mudarse a Nueva York, si de algo les sirve sería de advertencia que los brunches y los martinis tal vez predominen en aquella ciudad, pero que ya no figuran en televisión por cable.
P.D. Nueva York sigue siendo la mejor ciudad del mundo (después de la Gran Tenochtitlán) y la tierra prometida del chavorruco.