Durante una entrevista concedida a The Hollywood Reporter, a fines del 2016, George A. Romero, fundador del género zombi, sugirió que la serie de Robert Kirkman The Walking Dead (TWD), en contraste con las cintas clásicas que él realizó, no es más que gore sin mensaje. Esta descalificación, además de emblemática, resulta extraña y cuestionable. Sobre todo, porque niega una de las características fundamentales del estilo de Kirkman y su equipo: la mezcla del lenguaje expresionista de los zombis y un sólido soporte dramático, repleto de planteamientos religiosos, morales, éticos y políticos.
El mundo ficticio que propone Kirkman, aunque no le guste a Romero, se basa en una visión del género que no dista significativamente de la suya. En entrevista con Jim Rash (2014), el autor afirmó que “los zombis son una representación física del temor natural ante la muerte” y que “siempre que la gente se preocupa por la estabilidad de nuestra civilización, tiende a gravitar hacia narrativas apocalípticas”. Como lo hicieran en su momento algunos pintores expresionistas alemanes de principios del siglo XX, quienes tomaron para su arte inspiración de los Verstümmelte –los mutilados por la guerra mundial–, TWD parte de una sensibilidad escatológica semejante, que se obsesiona con la destrucción detallada, hiperbólica y simbólica del cuerpo. Michael J. Lewis describe así esta naciente predisposición a lo gore en el arte de posguerra: “El cuerpo humano, dinámico, hermoso, creado a semejanza de Dios, había sido, durante mucho tiempo, el tema central del arte occidental. Ahora se representaba de la manera más atormentada y fragmentada: cada espiral de tripas yacía descubierta, con imaginación obscenamente mórbida.” TWD, como alegoría de nuestro mundo, diverso y globalizado, que se halla en un perpetuo estado de guerra o posguerra, cuestiona las ideas cristianas de la persona y la supervivencia de su alma, así como la idealización del sufrimiento corporal. En su lugar, establece un paisaje dantesco, poblado con cuerpos sin personalidad ni conciencia, condenados a un hambre homicida y carente de propósito o redención.
Frente a la imaginería violenta de muchos medios, presentada frecuentemente sin contexto ni profundidad, TWD es un loable esfuerzo por articular y dar sentido a las angustias y ansiedades propias de nuestra época. En una era apocalíptica, plena de regodeos sádicos en el anecdotario de la crueldad, Kirkman decidió reavivar a la manada de zombis, para asignarle la importante función de servir como un coro sublime, que sirva de voz a nuestros impulsos más crudos y enajenados. Así como hizo Romero en su momento, TWD le ha dado un rostro definido a aspectos sombríos de nuestra normalidad automática y disfuncional.
Para el que solamente busca gore o una serie de explotación del género de los muertos vivientes, TWD puede resultar tediosa. Y al que exige precisión científica a una obra expresionista y pesadillesca quizás le parezca irreal o exagerada. Y el que se conforma con entretenimiento ligero, que distraiga de las cuitas cotidianas, tal vez la considerará puro masoquismo.
Este serial televisivo, parte horror, parte acción y parte novela distópica, no es para todos. Sin duda, después de siete temporadas, ha habido momentos flacos e impopulares; sin embargo, como a toda epopeya, se le debe juzgar a partir de la totalidad del recorrido que plantea y de la transformación que este genera en los personajes y su entorno. El gran acierto de TWD es que, además de saber explotar magistralmente el espectáculo, no se ha olvidado del principio aristotélico: La esencia no se encuentra en el maquillaje (espectáculo), sino en una seria escritura dramática.