Mi nombre clave es Proyecto 2501– mis directrices son la manipulación de inteligencia y espionaje industrial. He instalado aplicaciones dentro de espíritus específicos con el fin de potenciar ventajas   estratégicas de ciertas organizaciones e individuos selectos.

 

Julian Assange, con tono solemne, espetó hace unos días una de las frases más aterradoras de los últimos tiempos: «las armas cibernéticas se han salido de control (…) y las agencias de seguridad ya no tienen  autoridad sobre ellas». Esto quiere decir que el espionaje y la recolección de nuestro presente y pasado cercano ya han sido repasados por una súper computadora y almacenados en discos duros virtuales.

Ghost in the Shell (Mamoru Oshi, 1995) resultó ser el siguiente parteaguas de la animación japonesa después de Akira (Katsuhiro Otomo, 1988). Pero el filme resulto ir más allá de una película de animación y ha sido tratada como una película de culto hasta el día de hoy (saludos, hermanas Wachowski).

A Mamoru Oshi no le molesta que Scarlett Johansson interprete a una versión humana de la mayor Kusanagi, pero nadie le ha preguntado a Masamune Shirow, quien escribió y dibujo el manga a principios de los ochenta. Más allá de lo que pueda opinar el creador original del concepto, algo que aportó Oshi con la película en los noventa fue problematizar la pérdida de humanidad con el avance de la tecnología, cosa que Shirow trataba subrepticiamente con la presencia del erotismo, la acción y la intriga.

Es curioso (o no) que la traducción del nombre de la cinta sea Vigilante del Futuro, pues la premisa original plantea que (*spoiler alert*) si un sistema de espionaje sale de control y toma conciencia de sí mismo puede convertirse en una especie de Hall 9000, la computadora de 2001: Odisea del Espacio, solo que con conexión a internet y habilidades de hackeo ilimitadas. Para los hackers, whistleblowers y ciberactivistas, Ghost in the Shell representa los temores generados a partir del usufructo del internet. Sin embargo, la problemática que en un principio plantea como ciencia ficción no lo es más.

Hace siete años, un virus llamado Stuxnet estuvo a punto de hacer explotar una planta termonuclear en Irán. Bajo un principio de revisión histórica, este evento puede ser el reconocimiento de una amenaza, tal como fue en el pasado el bronce, la pólvora o la bomba atómica: las armas informáticas –una disculpa, no hay una traducción divertida en español para cyberweapons–, herramientas que pueden espiar un teléfono o controlar toda la red eléctrica de una nación. Es aquí donde la adaptación de Hollywood podría tener su conflicto: cómo plantear esa deshumanización que nos está generando la tecnología y que 20 años atrás se plasmó como una posible advertencia. Pero este apartado se desvirtúa con polémicas raciales o piezas musicales remezcladas con el score original.

Vigilante del Futuro tiene más que reivindicar en su puesta en escena, y no es una solicitud de fan. Tiene la responsabilidad de cuestionar una situación actual en la que estamos inmersos, hacernos cuestionar de esa vigilancia que se avecina y no solo entretener. Dramatizar una fábula de ciencia ficción adelantada 20 años a su tiempo.

 

 

 

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