«Otro día, otra serie de superhéroes”, podrán pensar y no se estarán equivocando. Para muchas personas los personajes enmallados coloridos con identidad secreta que tienen habilidades sobre humanas (en mayor o menor medida) han alcanzado el punto en el que simplemente dan hueva. El medio sigue produciendo sin darnos ni un respiro y el género de superhéroes ha encontrado la manera de sentirse fresco, aunque desde hace mucho no lo es: una clasificación C, un crossover piradísimo, una última (ahora sí) aparición de Tony Stark o más recientemente un león de oro –y un largo etcétera–.

Pero Watchmen parece ser un caso especial, el manto de culto que envuelve la historia podría convencer a cualquiera para darle una oportunidad. Ya sea por la novela gráfica de Alan Moore y Dave Gibbons, con sus incuestionables méritos, o por lo menos con la dignísima adaptación de Zack Snyder.

Hasta ahora la serie ya tiene algo pertinente que contar. Mientras que en su momento Moore picó la llaga con la guerra fría, la serie ha hecho lo propio al poner sobre la mesa el supremacismo blanco. Así como la obra original fue capaz de imaginar un mundo realista que tuviera consecuencias con –por ejemplo– el surgimiento de Dr. Manhattan, la serie le da a este grupo racista el manto de Rorschach; y es que si leemos entre líneas su diario en la novela gráfica, por supuesto su discurso irresponsable –no por eso menos elocuente– podría ser malinterpretado y utilizado para enmascarar discursos de odio. Así, se expande el universo al situar la historia en un lugar donde esto hace sentido: Tulsa, Oklahoma, una ciudad cuyo pasado de violencia por racismo ha sido poco narrado y que también es retratado en la serie.

Retomar el recurso narrativo de las subtramas con la serie documental American Hero Story, así como la gran cantidad de referencias conceptuales y visuales, son otros grandes aciertos.

Sin embargo, tampoco vamos a caer en el juego elitista de decir que a las personas a las que no les gusta Watchmen es porque no la entienden, mientras sostenemos nuestra novela gráfica con una mano y el rosario de las referencias con la otra; no. Más bien, creemos que estamos ante una oportunidad de tener –ahora sí– un debate serio sobre el género.

La figura del héroe nos ha acompañado durante mucho –en serio mucho– tiempo, y la relevancia de estos personajes es que son figuras referenciales que nos transmiten (y permiten aprender) conceptos complejos como los valores, la moral y la ética. Por ejemplo, en un contexto de posguerra, los lectores buscaban, casi de manera infantil, la victoria del bien sobre el mal; pero en los ochentas, Watchmen entendió la angustia por la amenaza latente de una guerra nuclear y le dio al público nuevos valores, aquellos que eran trascendentales para la realidad en la que habitaban, consolidando un nuevo status para el género; autores y audiencia cambiaron para siempre.

Sería ingenuo pensar que la serie puede hacer lo mismo en nuestros tiempos; pretender ganar la lotería dos veces con el mismo boleto es avaricia y –ante todo– soberbia. Pero sí podemos apelar a su historia como pretexto para decir que ya es hora de aceptar que los superhéroes y superheroínas, nunca ajenos a la pantalla, han encontrado los elementos para habitar el medio, se han afianzado y van a quedarse.

Producciones como Arrow (2012), The Dark Knight (Nolan, 2008) y Logan (Mangold, 2017), más recientemente The Boys (2019), Joker (Phillips, 2019) y ahora Watchmen no quieren decir que la evolución obvia para el superhéroe es la madurez o la oscuridad, tampoco el realismo ni la violencia. Lo que hay que hacer es utilizar el género para contar (y exigir) buenas historias, que el superhéroe deje de ser un pretexto para deslegitimar, en cambio entendamos su potencial como medio para transmitir conceptos e ideas complejas, tanto las que nos conmueven e inspiran, como las que ponen en jaque la moral y las buenas costumbres.

Repito, el género no es algo fresco, porque está madurito; sí que no magullen.

 

 

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